Todos mis temas nacen de la vida. El primero fue una serie de libros. Una historia sobre aquellos tiempos, los tiempos rojos, cuando la idea en sí era lo más importante. En menor o mayor grado, todos estábamos contagiados por esa idea. O limitados por ella. Sin embargo, todos dependíamos de ella y muchos creían sinceramente en ella. Al final, muchos perdieron la fe. Pero la idea seguía ahí, como una semilla dura hecha de acero corrugado. Muchas cosas pasaron durante ese tiempo, durante el reino de la idea. Yo elegí los sucesos más fuertes, los más dramáticos, aquellos que pudieran mostrar qué tipo de gente éramos. Mostrar por lo que habíamos pasado. Mostrar cómo nos dejamos engañar por la utopía. Y cómo, en un principio, no lo entendimos, pero poco a poco empezamos a darnos cuenta. A darnos cuenta de que simplemente no éramos capaces de vivir de otra manera. Eso no era para nosotros. Y mientras pasaba de un libro a otro, hubo algo que me impactó. La gente hablaba de la guerra o de Chernóbil. Pero las veces que se habla de la felicidad son rarísimas. Tuve la sensación de que sobre las cosas más importantes de la vida humana simplemente no se hablaba. Fue así como empecé a recordar mi propia vida. Mi infancia, por ejemplo. Mis padres nunca hablaban de la felicidad. Que debías ser feliz y crecer. Que la vida es algo bello, que la llegada del amor representa algo por lo que nos tenemos que alegrar. No solo que vas a tener hijos, sino que también vas a recibir amor. Y esto es algo tan enigmático, tan interesante… Pero todas las conversaciones giraban siempre alrededor de la muerte y de la patria. Las cosas importantes y humanas no eran tema de conversación. A medida que el tiempo pasaba, sucedía lo mismo. A pesar de que la gente, obviamente, amaba, vivía. Pero esto nunca llegó a ser… una filosofía de la vida. Dependía de cada individuo abrirse paso y llegar a ese sentido, todos los días. Esta no era ni la filosofía de la sociedad ni la de un individuo. Siempre había algo más importante. Algo que estaba por encima de la gente. Algo parecido a un esfuerzo, a un sacrificio. Algo para lo que siempre tenías que estar preparado. Así, cuando terminé esa serie de libros –cuando la utopía sufrió su derrota, cuando acabamos rodeados de escombros– empecé a sentir que quería escribir sobre lo que de verdad éramos, pero desde otro punto de vista.
Pensé: “¿Cuál podría ser el núcleo de esto?” Si ya se ha hablado sobre Afganistán, la guerra o Chernóbil: ¿qué podría el lector encontrar aquí? En ese momento pensé que justo podrían ser esas cosas en las que por lo regular no pensamos y de las que se puede hablar apenas ahora, cuando la vida privada por fin ha salido a flote. Cuando el dinero por fin recobra un sentido, un significado. Antes, todos éramos igual de pobres. El dinero no tenía ningún peso en especial. Pero ahora, la gente ha empezado a viajar, a conocer el mundo. Han surgido muchas preguntas, la gente empieza a tener deseos. Si lo quisieran, las personas podrían sumergirse en un vasto océano, para ellas desconocido por completo. Es decir, en esa vida privada. Buscar un sentido de la existencia humana que no fuera simplemente morir en algún momento. Resultó que la literatura –la literatura rusa– no les podía ayudar con este tema, pues siempre se trataba de conceptos diferentes. Es decir, sobre ideas elevadas y superiores. Siempre había algo que oprimía la vida humana. Algún tipo de idea sobrepuesta. Las cosas más importantes para nosotros son, claramente, el amor y el tiempo en que estamos a punto de dejar de existir. Cuando nos preparamos para desaparecer de este mundo. Me vino a la mente un título preliminar: El amor y la muerte. Así me decidí por esta idea y empecé a pedirles a diferentes personas que me contaran sus vidas. Lo más importante iba a ser el amor, existiera o no. Porque las personas se pueden dividir en dos grupos: aquellas que conocen el amor y aquellas que no. Si han tenido hijos o no, eso no significa nada. Así que, por mucho tiempo, desde hace unos cinco, seis o siete años, más o menos, meditaba de forma activa sobre este tema. Y grababa a las personas. Durante ese tiempo pude llegar a sentir el material y llevarme una sensación previa del libro, una sensación previa del tema.
Verás… Cuando entrevisto a una persona, no le pregunto sobre la guerra. Le pregunto sobre la vida y, cuando comienza a hablar sobre la vida, el amor siempre aparece como tema. Muy a menudo se habla del amor. Sin embargo, en los libros anteriores, el amor no estaba en el centro de la narración. En el centro había un suceso, como Chernóbil. Ahí, el amor en sí no era el tema principal. Ni siquiera sabemos cuántos tipos diferentes de sentimientos experimentaron, ni cómo eran. Ahí se trata del amor que requiere de sacrificios. Las mujeres parecían preparadas para someterse a esos sacrificios. Así de fuerte era su amor.
Pese a ello, lo más importante era ese suceso, el suceso monstruoso, Chernóbil. ¿O no? Ahora, el tema del amor va a ser diferente. Cuando, por ejemplo, desde este punto de vista empecé a leer clásicos y a revisar nuestra literatura contemporánea, en la clásica pude ver que… para nosotros, las cosas son así: o todo es rosas y mimosas –o una sensibilidad parecida– o el héroe emprende su camino, por la patria, por alguna idea, como es el caso de Turguénev. Lo mismo ocurre con Lev Tolstói, Vronski también se va a una guerra. A pesar de todo, no se habla mucho del amor en sí. Incluso en nuestra lengua, incluso aquí, el lenguaje del amor no ha evolucionado. En nuestra lengua, el vocabulario del amor no está presente de la misma manera que en la literatura francesa. Los franceses tienen diez palabras que describen la sensación en el cuerpo femenino después del acto amoroso. O los movimientos de las manos de la persona amada. Nosotros no tenemos nada de eso. Solo se menciona el cortejo, los encuentros, pero después, el puro proceso del amor… del amor… parece como si fuera algo etéreo. No muestra ningún tipo de materialidad. Como cuando le pregunté a un niño: “¿Qué es el amor?” No, espera, pregunté: “¿Cómo llegaste a ser?” “Mamá y papá se besaron y aparecí yo.” Más o menos, en nuestra literatura sucede lo mismo. Quisiera hacer que ese espacio fuera más fácil de habitar, obligar a las personas a pensar más sobre el hecho de que la felicidad es un lugar vasto. Es como si fuera una casa, con muchas alacenas y cuartos pequeños, cada uno con una llave distinta. La telaraña del amor la tenemos que tejer a lo largo de la vida, tenemos que estar preparados para hacerlo. Es exactamente eso lo que quería introducir en este mundo.
En cuanto a esto, tengo que reconocer que me topé con muchos problemas. No solo que el amor no existe en la literatura. Además, me di cuenta de que este nuevo libro tiene que ser escrito por una persona nueva. Esa persona también tiene que pensar de otra manera, disponer de un vocabulario diferente. Era un tipo de liberación emocional que mis obras anteriores no requerían. Su vocabulario era otro. Era un lenguaje diferente, más duro. Me da la sensación de que el viaje va a ser largo. Una tarea extremadamente complicada.
Por un lado, ese es mi camino, una etapa de mi viaje. El mismo viaje forma parte de mi intención actual. Por el otro, hoy en día, la posibilidad de hablar sobre el valor de la vida me hace sentir como si todas las palabras hubieran sido privadas de significado. ¿Quizá debería regresar a la guerra y escribir sobre lo mismo? ¿Y volver a hablar sobre el absurdo de las matanzas y el oficio demente de matar a una persona? ¿Sobre el hecho de que es necesario matar a las ideas y no a las personas? ¿Que todos deberían sentarse a hablar…? Ya nada de esto sirve. Es banal. En internet cada día puedo leer algo así: “Hoy fueron asesinados treinta soldados de la milicia prorrusa y veinte soldados del ejército ucraniano, aparte de cinco civiles.” Con eso empieza el día. Si hablara de eso, no me serviría. Porque creo que… lo que a la gente más falta le hace es el amor. Es quizás ese el lenguaje que debería usar. Además, en el presente, la sociedad se ha dividido de forma abrupta y la gente ha quedado contagiada por la ira. Hay muchísimo odio. No creo que sea posible ganar esta batalla con palabras comunes, con argumentos comunes. Las familias se separan, todo el mundo discute por Ucrania. Conozco varios casos de niños a los que echaron de sus casas porque estaban en contra de la anexión de Crimea. Vivimos tiempos horribles.
La escritora Oksana Zabuzhko publicó recientemente un libro que trata sobre lo comentado en internet durante el Maidán.1 En mi libro escribí que todo lo espantoso que hay en su libro –la manera en que las personas morían y eran maltratadas– se puede usar para fomentar el odio o el amor. Porque solo el amor puede salvar a los contagiados por la ira. Escribí algunas cosas sobre Ucrania, la situación en Crimea y en contra de la política de Putin. Fue horrible leer lo que se decía en internet, en ruso, ver cómo me maldecían. Pero no solo a mí, a muchos. A Andréi Makarévich, a Borís Akunin, a Liudmila Ulítskaya, a cada uno de los que intentamos decir algo en contra de Putin. Simplemente, era horrible seguir las noticias en internet. No falta mucho para que las personas en serio salgan a las calles y empiecen a descuartizarse. Semejante odio. Me doy cuenta de que hoy debemos hablar en otra lengua. Sin intentar demostrar nada. Quizá deberíamos hablar sobre esas cosas infantiles, como el amor. Sí, no me puedo imaginar otra lengua. Ya nada sirve.
Mis siguientes dos libros son proyectos totalmente diferentes. El primero trata del amor. El otro, de la muerte. O, digamos, del camino a la muerte: es un proceso bastante largo. Cómo envejecemos, cómo cambia nuestra visión del mundo, de qué manera nos relacionamos con él. Al fin y al cabo, la ciencia nos ha regalado unos veinte o treinta años más de vida. ¿Y qué estamos haciendo con eso? Soñamos con la inmortalidad pero, en realidad, no sabemos manejar muy bien esos años extra que nos han tocado. Uno de mis héroes2 me dijo que la vejez también puede ser algo muy interesante. Con este proyecto quiero seguir ese camino hacia el final, al lado de las personas con las que me he encontrado en esta vida. Simplemente recorrer el camino y poder ver toda la vida humana. Desde el principio hasta el final.
Cuando escribo mis libros, las personas no me interesan solo como sujetos que habitan un tiempo específico. Siempre me ha llamado la atención eso que llamo “la persona eterna”, es decir, lo eterno que uno lleva adentro. Ahora, como hay pocos libros escritos de esta forma, quiero observar nuestras vidas, pero no desde un punto de vista histórico, sino más bien desde fuera. Desde el cosmos, digamos. Para mí, todo está conectado: los animales, las plantas, la tierra, el ser humano. Es decir: todo lo viviente. Quisiera poder alcanzar esa percepción que me encanta, la de Albert Schweitzer. Esa veneración de la vida. La de observar a una persona no como ucraniano, bielorruso o algo parecido, sino como una vida palpitante. Es algo de lo que prescindimos en su totalidad. Como si fuéramos absolutamente inmortales. Como si nuestro único objetivo fuera meter un Chernóbil en todo. O un Donetsk.
[Suena el teléfono.]
¿Hola? Liuda, estoy en medio de una grabación. Te llamo luego, adiós.
Todo está conectado: las personas, los animales, los pájaros, todo está vivo. Y lo ignoramos absolutamente. Como si fuéramos inmortales. Como si hubiéramos llegado a este mundo para alcanzar algún objetivo utilitario. Pero, en realidad, llegamos para hacer algo totalmente diferente.
El nombre provisional de mi libro sobre el amor es La felicidad es un ciervo mágico que siempre estamos cazando. Es una cita del escritor ruso Aleksandr Grin, quien era popular antes de la Revolución. De este título tan largo se desprende la añoranza melancólica de la felicidad, tan propia de los rusos. El ruso es un ser con unas características fascinantes. Esto me asombra, incluso cuando todo parece normal. Incluso cuando todo está bien, esa añoranza melancólica siempre está al acecho.
Por esa razón a la gente le encantan los trenes: porque puedes estar sentado mucho tiempo y mirar a través de la ventana. Le encantan los coches por la misma razón: porque gracias a ellos puedes viajar y viajar. No he podido observar esto en otras nacionalidades, pero en el caso de los rusos siempre está presente. A lo mejor está relacionado con la geografía de un país tan vasto. La verdad, es muy interesante.
Cazamos algo… ¡sí! Es una caza eterna… la caza de algo específico, que nunca logramos capturar. Es muy ingenuo creer que basta con atraparlo y arrastrarlo todo el camino, con toda esa suciedad metafísica, todos esos pedazos de vida… y así, de la nada, se convierte en un libro, en una obra de arte. Obviamente, esta percepción es muy ingenua. En realidad, es un trabajo muy sutil, tardado y no tan parecido al de un depredador. Requiere de mucho esfuerzo espiritual, de mucho entendimiento y, sí, de muchas habilidades, sobre todo literarias y humanas. Es un trabajo muy complicado. El género que uso existe en la literatura rusa, también en la bielorrusa… existen libros… y tratan ante todo acerca de la guerra. Porque afectó a un número inconcebible de personas y se generó, literalmente, una sensación de que ni siquiera un genio podría asimilar todo aquello. En realidad, ¿qué es la Segunda Guerra Mundial? Es una guerra muchísimo más extensa que las Guerras Napoleónicas. Por ese motivo, la gente intentó coleccionar un material nuevo. Y tenía la sensación de que ese material nuevo no debía conservarse solo en los cerebros de la élite o en los héroes célebres de la guerra. Como crecí en un pueblo, lo que más me interesó desde siempre no eran los héroes, sino la gente común. Me acuerdo de las abuelas del pueblo…
Dios, todo eso era tan interesante… eran tan complejas, tan sofisticadas… y tan interesantes. Lo que esas abuelas me contaron jamás lo hubiera podido leer en un libro. Por ejemplo, mi abuela paterna… ella era así. Y yo quería… mi objetivo simplemente era… eso que ellas contaban, que nadie escuchaba. En la historia, son granos de arena. Tenía que conservar esos pedazos de ellas que eran geniales. De otra forma, esos pedazos desaparecerían con sus vidas. Todas esas historias que a nadie le importaban, en realidad, eran la historia de los sentimientos. Las quería conservar. Entendí que debería hacer algo parecido a una “novela de voces”: un recuerdo polifónico. Por eso, para cada libro necesité quinientas o incluso mil voces. Para La guerra no tiene rostro de mujer eran mil. Para Voces de Chernóbil también eran muchísimas. Incluso para Últimos testigos necesitaba mucha gente. De modo constante estoy en búsqueda de esos pequeños pedazos, esos granos de oro, y a partir de ellos creo un mosaico.
¿Cómo puedes recordar tanto?
[A Kajsa Öberg Lindsten, que traduce durante la entrevista.]
Es algo parecido a ser un escultor. Cuando le preguntaron a Rodin cómo creaba sus esculturas, dijo: “Tomo un pedazo de mármol y le quito todo lo superfluo.” Se trata de… un principio común. Del caos, que es la vida, logras pulir ciertas imágenes o ciertas estructuras. Para él, eran las esculturas. Para otros, podría ser un templo. Pero la estructura que a mí me toca está hecha de palabras.
La realidad está repleta de secretos. Para empezar, todo el tiempo se nos escapa de las manos. Es sumamente difícil poder captarlo todo, todo el tiempo, ¿no? Captarlo para luego darle forma. Primero debemos entender que las personas ni siquiera perciben muchas de las cosas que llevan dentro. A veces, cuando logras llegar al fondo de un recuerdo, la gente te dice: “Ni siquiera sabía que lo sabía. Lo había olvidado por completo. Apenas me lo preguntaste, empecé a pensar en eso…” Para poder oír algo nuevo, tenemos que reinventar nuestra manera de hacer preguntas.
Hoy no me siento censurada. La única censura podría ser una de la que ni siquiera estoy consciente, una que ignoro. Eso sería lo único que me podría limitar. Por eso, para mí, la música, la pintura, o incluso la filosofía, son muy importantes. También algunos libros interesantes sobre la ciencia. Todo ese conocimiento humano, para saber dónde buscar y qué buscar. Para arrancarnos de la banalidad. Porque, en realidad, todo el tiempo vivimos en la banalidad. Y nos tenemos que liberar.
A veces, cuando me pongo a trabajar, aparecen ciertos presentimientos sobre el libro, ideas. Esas ideas son bastante generales. Las mujeres en medio de una guerra o en el amor, por ejemplo. Unas ideas muy generales. Después, profundizo en el material. Las entrevistas son muchas y me puedo tardar algunos años. Son centenares de entrevistas, un auténtico tiempo de caos. Estás a punto de ahogarte entre miles y miles de páginas. Son muchas. Miles y miles de páginas, centenares de personas… buscas y buscas, piensas y de repente, de repente sucede, sale por sí mismo. De repente, entre todas las palabras, empiezas a divisar una línea. Los patrones más importantes. A menudo hay una docena de cuentos básicos, donde esa idea y esa filosofía que ya se están creando dentro de ti cobran una esfera común. Luego, aparece una idea principal. El sonido del libro, como me gusta llamarlo. Aparece un título y el material se empieza a armar. Pero de todas formas… hasta el último momento, hasta que haya llegado al último punto, sigo trabajando. Porque el tono de una historia a veces exige depurar el de otra historia. Se te pueden ocurrir ciertas cosas. Me acuerdo de algo que olvidé preguntar: entonces regreso a esa persona. En fin, es un trabajo de locos… ¡un trabajo de locos!
Existe un cierto conservadurismo. Existen conceptos como la literatura y sus géneros. Y los tiempos nuevos crean también géneros nuevos. Es como si el conocimiento tuviera problemas para asimilar eso. Entre nosotros, por ejemplo, la poesía en prosa, la posibilidad de escribir poesía sin rima, fue reconocida hace muy poco. Pero la gente sigue preguntando cómo es posible llamarlo poesía, todavía genera cierta resistencia en nuestra cultura. Es totalmente normal. Como si la conciencia humana no lo pudiera procesar, la gente no se preocupa. No le interesan semejantes problemas, la gente actúa llevada por la pura rutina.
Tenemos el ejemplo de un escritor clásico: Iván Shamiakin, que falleció hace poco. Después del éxito de La guerra no tiene rostro de mujer, no lo pudo superar y dijo: “¡Voy a escribir una novela!” Y sí, escribió una novela con todas las letras, pero, obviamente, a nadie le pareció interesante. Lo mismo pasó con Chernóbil. También hubo alguien que dijo: “¿Pero qué es esto? ¡Voy a escribir una novela!” Pero todo desaparece: ya no está esa concentración, esa sensación febril y ese sentir de una filosofía nueva. Es justo eso lo que le da su poder invencible a cualquier género. Mis libros son novelas, pero otro tipo de novelas. Una novela de voces, como les digo.
Además, la gente ya se sintió engañada, engañada por la televisión un sinfín de veces. Engañada también por la literatura. Aquí, la gente fue engañada con todas esas ideas utópicas. Por eso la gente quiere oír sobre acontecimientos y cosas tal y como son en realidad. Quieren saber que no fueron editados, o pulidos, sino que son lo que son. Y el escritor, como es mi caso, tiene que unir todo eso con algún tipo de estructura literaria. O sea, ese es mi principio. Usé ese mismo principio al escribir artículos para Göteborgs-Poste.3 Se trate de acontecimientos políticos o de la vida cotidiana, siempre escribí desde el punto de vista de un individuo. Incluso los pequeños detalles; juntos constituyen la vida humana. En poco tiempo recibí reacciones muy positivas porque es justo eso lo que le interesa a la gente.
Las cosas que se muestran en la televisión muy raras veces se pueden llamar películas, casi siempre son solo un tipo de material. Esos reportajes ni siquiera son reportajes artísticos. Más bien, son sumamente superficiales y en la mayoría de los casos no representan la realidad, porque los hechos no son lo mismo que la realidad. La realidad se tiene que interpretar, se tiene que poder entender. La tenemos que entender. En general, la relación con la realidad es muy complicada. Está la realidad que vemos. Está la que oímos. Y está la realidad que no vemos ni tampoco oímos, más bien, solo la presentimos. Cada persona tiene su propia versión de los hechos. Son muchos los hilos que hay que tejer para crear una unidad. No se trata de poner un aparato, encenderlo y listo, tenemos la realidad… No. Como dicen: “Las mentiras más grandes son aquellas que fueron documentadas.” Exactamente eso: “Pones un aparato y lo enciendes.” No, esa no es la realidad. No es la realidad.
Cada uno toma de mí lo que puede. Y cada uno de nosotros toma de la realidad lo que pueda tomar. Es decir: por encima de lo que escribimos o fotografiamos se encuentra la personalidad. La personalidad es la única antena que tienes, es la que dejaste crecer, son las características innatas que se manifiestan a través de tu talento, o de otra manera. Cuanto más larga la antena, más vasta y llena de contenidos es tu realidad. Y así, se parecerá más a una realidad… No, no es un camino sencillo.
Nuestro poeta ruso Joseph Brodsky dijo algo muy importante. Cuando le preguntaron: “¿Cómo podemos diferenciar la gran literatura de la mediocre?”, contestó: “Por el gusto por la metafísica.” Pero ¿qué es la metafísica? Es cuando una persona puede ver con mayor profundidad. En todo este proceso también está involucrado el mundo, el universo, los enigmas existenciales de la persona. Ha alcanzado otro tipo de entendimiento. Esa es la diferencia.